Utilización de símbolos en edificios judiciales

 

UTILIZACIÓN DE SÍMBOLOS EN EDIFICIOS JUDICIALES

Autores:

 José Francisco Escudero Moratalla. Letrado de la Administración de Justicia. Secretario Coordinador Provincial.

Los edificios y sedes judiciales no son lugares adecuados para la exhibición de símbolos partidistas (con independencia de su naturaleza), en base a los principios de imparcialidad y neutralidad en la prestación del servicio público, puesto que la utilización de dichos símbolos compromete y altera el contenido de la prestación debida a todos los ciudadanos.

 

III. RAZONAMIENTOS JURÍDICOS

PRIMERO. Naturaleza de la función pública

En la actualidad, la función pública se puede considerar toda actividad temporal o permanente, remunerada u honoraria, realizada por una persona en nombre del Estado o al servicio del Estado o de sus diversas entidades (CCAA, Ayuntamientos, etc.), en cualquiera de sus niveles jerárquicos. Actuación que está sometida a una serie de principios que garantizan su correcta prestación. Así, se dota a la actividad de la función pública de una serie de principios que garantizan su estabilidad, su imparcialidad, su neutralidad frente a la posible influencia de las diversas influencias partidistas. El funcionario siempre ha de estar ahí, para servir, en cambio el gobernante es contingente, cambia.

SEGUNDO. Análisis jurídico general

Como punto de partida, se debe tener en cuenta lo dispuesto en los artículos 9 y 103 de la Constitución Española (CE) que por un lado, recoge el principio de sujeción de todos los ciudadanos y de los poderes públicos a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico (artículo 9), y por otro lado, establece los principios de actuación de la Administración Pública y de los funcionarios públicos que prestan sus servicios en la misma (artículo 103): objetividad de la Administración e imparcialidad en el ejercicio de sus funciones por los funcionarios públicos. En concreto, el art. 103.1 CE dice: “La Administración Pública sirve con objetividad los intereses generales y actúa…con sometimiento pleno a la ley y al Derecho” y el art. 103.3 señala: “La ley regulará el estatuto de los funcionarios públicos…y las garantías para la imparcialidad en el ejercicio de sus funciones”.

De un estudio jurisprudencial y doctrinal del citado precepto se desprenden una serie de consideraciones. En concreto, la objetividad como nota esencial de la Administración Pública debe entenderse como una regla de conducta que lleve a que la actuación de la Administración resulte ajena a influencias de intereses partidistas que en ningún caso deben influir en la actividad de aquélla. Ello refuerza la idea de servicio de la Administración a los intereses generales y no al Gobierno, lo que a su vez, conecta con el principio de neutralidad de aquélla frente a éste.

Desde esta perspectiva, hay que tener en cuenta que la objetividad que se predica de la Administración trasciende a los elementos personales de la organización administrativa, esto es, de los empleados públicos que son los que en definitiva actúan en nombre de la Administración. Esta objetividad exige, por tanto, la actuación imparcial de los funcionarios públicos. Para Morell Ocaña, la conexión entre objetividad e imparcialidad es la de la relación causa-efecto: cuando la autoridad o funcionario actúa con imparcialidad y neutralidad, el resultado será la objetividad de la Administración.

Así pues, la neutralidadsupone la no participación de ninguna de las opciones en conflicto. No se trata de la prohibición de la posición de parte, sino de la prohibición de la intervención con respecto a tales opciones y que opera imponiendo al funcionario público el deber de colaboración con cualquier Gobierno, con independencia de la opción política de éste (STC 77/1985).

La objetividades la cualidad de objetivo que se traduciría en el deber general del funcionario de interpretar y aplicar la ley en adecuación a la voluntad normativa alejado, consiguientemente, de cualquier valoración o interés personal y subjetivo (STS 19.05.1988).

Y por último, la imparcialidad de la Administración quedaría identificada con el deber general del funcionario de interpretar y aplicar la ley sin ningún tipo de subjetivismo personal y, en consecuencia, en adecuación a la voluntad de la ley desplegando su eficacia ad extra relacionando a la Administración con los administrados mostrándose como garantía de la buena apariencia de la Administración.

TERCERO. Análisis genérico en el ámbito de la Administración de Justicia

En el ámbito de la Administración de Justicia, y como acertadamente ha manifestado la autora M. Pardo López, la “imparcialidad judicial” no se agota en el proceso sino que esta imparcialidad previa y externa al proceso consiste en la buena imagen que ha de ofrecer la Administración de Justicia, en general y el juez, en particular, la cual se orienta a lograr la confianza de los ciudadanos pues la simple sospecha de parcialidad, aunque infundada, puede destruir esa confianza y una Administración de Justicia que no cuenta con la confianza de los ciudadanos es una Administración de Justicia herida. Una manifestación clara de lo expuesto, se desprende la Ley 7/2007, de 12 de abril que regula el Estatuto Básico del Empleo Público (EBEP) que establece un código de conducta de los empleados públicos en el que se definen sus deberes y los principios a los que deberán ajustar su actuación. Entre éstos, el EBEP hace referencia de forma expresa al de objetividad, neutralidad e imparcialidad del personal a su servicio; todos ellos, con el fin de servir al interés general evitando toda actuación que pueda producir discriminación alguna por razón de nacimiento, convicciones, opinión… o cualquier condición o circunstancia personal y social. Según la citada norma, y como también manifiesta el profesor F.M. García Costa, la actuación de los funcionarios públicos perseguirá la satisfacción de los intereses generales de los ciudadanos y se fundamentará en consideraciones objetivas orientadas hacia la imparcialidad y el interés común, al margen de cualquier otro factor que exprese posiciones personales, familiares, corporativas, clientelares o cualesquiera otras que puedan colisionar con este principio.

De otro lado, el principio de buena fe y lealtad también aparecen recogidas en el EBEP como reglas de conducta que suponen no defraudar la confianza que cabe esperarse de una persona con la que se está en relación, lo cual, tiene especial transcendencia cuando esa otra persona con la que se está en relación está al servicio de cualquier Administración Pública.

CUARTO. Análisis específico en el ámbito de la Administración de Justicia

En concreto, y en el ámbito del personal de la Administración de Justicia, la cuestión objeto de controversia se encuentra regulada en el artículo 497 LOPJ que dice: “Los funcionarios de la Administración de Justicia están obligados a: a) Respetar la Constitución y el resto del ordenamiento jurídico; b) Ejercer sus tareas, funciones o cargo con lealtad e imparcialidad y servir con objetividad los intereses generales…”. En caso de conflicto, se exige una ponderación de los distintos derechos:

-      por un lado, el derecho del funcionario público que en el ejercicio de su libertad de expresión (exhibición de símbolo en su lugar de trabajo) y,

-      por otro lado, el derecho que tiene cualquier ciudadano que acude ante la Administración de Justicia de exigir la observancia de los principios de neutralidad e imparcialidad y que, como se ha comentado, toda Administración Pública tiene que cumplir, precisamente, por medio de los funcionarios públicos que prestan servicios para la misma.

A mayor abundamiento, la CARTA DE DERECHOS DE LOS CIUDADANOS ANTE LA JUSTICIA (Proposición no de Ley aprobada por el Pleno del Congreso de los Diputados, por unanimidad de todos los Grupos Parlamentarios, el día 16 de abril de 2002) habla de una justicia atenta con el ciudadano, y en su punto 9 señala que “El ciudadano tiene derecho a ser atendido de forma respetuosa y adaptada a sus circunstancias psicológicas, sociales y culturales”.

 

QUINTO. Examen jurisprudencial del Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH)

A tal efecto, y después de un examen jurisprudencial detallado, el más alto garante de la protección de los derechos humanos en el ámbito del Consejo de Europa como es el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH) se ha pronunciado en diferentes ocasiones respecto a la libertad de expresión de los funcionarios públicos caracterizándose su doctrina por entender que quienes trabajan para la Administración Pública tienen reconocido el derecho a la libertad de expresión como lo tiene reconocido el resto de la ciudadanía aunque, con más motivo que los demás y por el puesto que ocupan, se les puede restringir tal derecho cuando con dicha limitación se persiga alguno de los fines previstos en el artículo 10.2 del Convenio Europeo de Derechos Humanos (CEDH); esto es, y entre otros fines, garantizar la autoridad y la imparcialidad del Poder Judicial. En concreto, y respecto a la libertad de expresión política, el TEDH ha mantenido una posición favorecedora a su limitación, especialmente, cuando dicha limitación persigue garantizar la neutralidad e imparcialidad ideológica, política y partidista del Estado. Debido, precisamente, a que aquellos que trabajan para la Administración Pública y teniendo en cuenta el deber de neutralidad política del Estado resulta obvio que en su quehacer diario de atención al público ni pueden ni deben manifestar opiniones en el ejercicio de las funciones propias de su puesto de trabajo o en la realización de actuaciones procesales propias que pudieran poner en duda esa imparcialidad.

Ello es así, porque el Estado es un sujeto políticamente neutro y los funcionarios públicos están al servicio de toda la ciudadanía. Como además dicha ciudadanía está compuesta por personas de diversa ideología, el Estado tiene el deber de mantener no sólo la neutralidad política sino también su apariencia ya que, de lo contrario, los ciudadanos podrían sospechar que el proceder de los funcionarios públicos no está guiado por la legalidad y el interés general sino por un interés político concreto (caso Ahmed y otros contra el Reino Unido TEDH 1998/92 y caso Rekvenyi contra Hungría TEDH 1999/23; en este caso, el TEDH expone que los ciudadanos esperan legítimamente que, con ocasión de sus relaciones personales con la policía, serán aconsejados por funcionarios políticamente neutros y totalmente distanciados de la lucha política).

En la misma línea, y más recientemente, el caso Ebrahimian contra Francia (asunto 68486/11 de 26 de noviembre de 2015) en el que el TEDH rechaza la demanda interpuesta al primar el derecho a la libertad ideológica de los ciudadanos quienes podrían verse afectados porque la funcionaria que les asiste llevaba de forma muy ostensible un símbolo religioso. En esta sentencia, el TEDH insiste en el obligado respeto del principio de neutralidad religiosa y la obligación de los empleados públicos de abstenerse de manifestar de una u otra forma sus creencias religiosas, especialmente, cuando es difícil de apreciar el impacto que un signo exterior particularmente visible puede tener sobre la libertad de conciencia de los ciudadanos que son usuarios de los servicios públicos (respeto a los derechos y libertades de la ciudadanía).

En resumen, y según la jurisprudencia citada, quien está trabajando para la Administración Pública (ámbito público) (en concreto, para la Administración de justicia) no puede ni debe dar lugar a la más mínima sospecha sobre su imparcialidad política en la gestión de los intereses públicos al considerar que es distinta la situación jurídica de un empleado público que la de un ciudadano ya que el primero (el funcionario) puede estar sometido a restricciones en el ejercicio de su libertad (ideológica, religiosa, de expresión…) y que, por otra parte, no le afectan en su condición de ciudadano cuando se encuentra desvinculado de su ámbito laboral.

SEXTO. Conclusión

De conformidad con todo lo anterior y teniendo en cuenta toda la argumentación jurisprudencial citada, con independencia de la naturaleza que pueda tener como símbolo el lazo amarillo (se trata de un símbolo partidista, como así lo expresó la Junta Electoral Central en su acuerdo núm.154/2017 de fecha 14 de diciembre), es notorio y conocido que se trata de una simbología adoptada en Cataluña por una parte de la población a raíz de los acontecimientos políticos y sociales ocurridos en los meses de septiembre y octubre de 2017 (in claris non fit interpretatio). Por este motivo, porque sólo ha sido reconocido y asumido como propio por una parte y no por el conjunto de toda la ciudadanía, si se quiere cumplir con el principio de neutralidad, es por lo que su uso debe quedar restringido a la esfera personal o particular del funcionario y, por tanto, al margen de cualquier exposición en la Administración.

Siendo esto así, igualmente, se debe tener en cuenta que la libertad para participar en el debate político constituye un aspecto particular de la libertad de expresión de todo ciudadano y que ello se encuentra en el mismo núcleo de la noción de “Sociedad democrática” por lo que cualquier injerencia en el ejercicio de este derecho debe estar justificada y debe tener una finalidad legítima. Por ello, como ya se ha expuesto por el TEDH, el ejercicio de estas libertades que entrañan deberes y responsabilidades únicamente puede estar sometido a condiciones o restricciones siempre que se encuentren previstas por la ley y constituyan medidas necesarias en una sociedad democrática para garantizar cualquiera de los intereses públicos superiores reconocidos en el artículo 10.2 CEDH, entre ellos y como ya se ha dicho, la autoridad y la imparcialidad del poder judicial.

Cabe recordar que como ocurre con cualquier actuación pública, el contenido de las resoluciones judiciales está sujeto a la crítica pública y además resulta conveniente que así sea, pero la exteriorización de esta simbología precisamente en la misma Administración que dicta esas resoluciones resulta, como poco, contradictorio y nada coherente. Siendo esto así, tampoco se debe olvidar que las resoluciones judiciales son dictadas por un Poder del Estado en el ejercicio de su independencia judicial y que, como dispone el artículo 435 LOPJ, “la Oficina Judicial es la organización de carácter instrumental que sirve de soporte y apoyo a la actividad jurisdiccional de jueces y tribunales” por lo que el personal de la Administración de Justicia, en el desarrollo de sus funciones dentro de la Oficina Judicial, debe actuar siempre al servicio y en apoyo del Poder Judicial que representan los jueces y magistrados en un Estado de Derecho, debiendo advertirse de la singularidad y especificidad de la actividad jurisdiccional, así como de los intereses generales que en ella subyacen, que exigen en ocasiones, y como es el caso, una limitación o modulación de los derechos del personal funcionario que presta sus servicios en la citada Administración (puesto que en caso contrario, socavaría la integridad de la institución).

Así pues, cualquier funcionario público en el ejercicio de las funciones propias de su puesto de trabajo o en la realización de actuaciones procesales propias está vinculado por una serie de principios y deberes constitucionales y legales (se trataría de las condiciones o restricciones legales a las que hace referencia el TEDH: artículos 9 y 103 CE y 497 LOPJ) que, en supuestos como el que nos ocupa, deben primar sobre el derecho individual del funcionario; en este caso, a la libertad ideológica o de expresión. Principios constitucionales y legales como los de objetividad en la prestación del servicio por la Administración o los de neutralidad e imparcialidad de los funcionarios en el ejercicio de sus tareas diarias deben prevalecer por cuanto que en la prestación de cualquier servicio público el funcionario se debe al conjunto de la ciudadanía que, como usuarios demanda esos servicios, por lo que precisamente el ejercicio del derecho de estos ciudadanos a que la Administración sea objetiva, neutral e imparcial actúa como límite del derecho individual a la libertad ideológica o de expresión del funcionario que afortunadamente, como también se ha argumentado, puede continuar ejerciéndose en todo momento en el ámbito particular o privado. Las sociedades democráticas avanzadas no permiten que el servicio público deba ser un terreno propicio y fecundo para dirimir controversias políticas, ni se ha de trasladar la confrontación política a un ámbito tan sensible y necesario como el servicio público. Porque en último extremo… la Administración de justicia es un servicio público que es de todos y está al servicio de todos… El funcionario, cuando está en el ejercicio de sus funciones, es antes servidor público que ciudadano…